Me refugio en el entrevero de las páginas, tratando, como la avestruz, de meter la cabeza dentro de la tierra y dar por hecho que nada está pasando. Miro mis manos, recreo en mi mente los momentos de dulce agonía en los que mi espíritu se revolcaba en la maravillosa conjetura de que los besos son para siempre.
Miro mis manos, están vacías, la piel que las cubre empieza a envejecer ante la ausencia de otras que se niegan a estar...
Los ojos duelen de tanto pensar,
ahogados en lágrimas secas
y engrupidos en el craneo visible,
sufren en silencio las imáganes que no están.
Todo se torna dificil y quisiera llorar
tomar las manos ausentes y arrojaralas al mar
subir por esos brazos y enredase entre sus pelos
besar los labios secos y dejarla de amar.
Los ojos duelen de tanto pensar,
la selva me invade, me canta, me baila
y un monton de lucesitas,
apostadas en el firmamento,
escribiendo poemas viejos me invitan a matar.
El pop de tu música empieza a estallarme en los oídos. Lo encuentro vacío, mudo y a la vez sordo. Es un estupido ciego que no me deja de mirar. Yo quisiera golpearlo, echarlo a patadas de mi mundo y dejarlo amarrado en un paraje lejano, como los de las películas... Sí, que se lo coman los chulos, que sirva de carroña y se vista de banquete, que las aves encuentren en su cuerpo roñoso el elixir de su felicidad.
Se me ocurre que el ciego que me observa sea el que me saque a golpes de mi mundo. Se me ocurre que sus manos asquerosas desgarren mis ropas baratas y mutilen horrorosamente mi cuerpo. Se me ocurre ser carroña. Morir desangrado.
—Lo sé, necesito una cerveza, ¿me la invitas? —se que tendré que pagar la cuenta—
—Estoy ocupada.
—¿Un Whisky?
—Yo no tomo.
—Pero yo si.
—¿Desde cuándo tan alcohólico?
—Desde que tus palabras dejaron de mirarme.
—Debo irme.
—Lo sé.